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A buena hambre, no hay pan malo

  Me desperté asustado, tenía un terrible rugido de tripas, eran los jugos de mi estómago que pedían comida a gritos. Esto era debido a que mi cabeza ya estaba pensando en lo que ocurriría dentro de unas horas. Siempre era el primero en llegar a la puerta del colegio. El padre Antonio ya estaba en la entrada con una lechera gigante y el cazo para repartir. Yo siempre llevaba mi taza de aluminio atada a mi pantalón, nunca se sabía dónde podían darte un poco de leche. Cuando mis compañeros y yo nos bebíamos nuestra deliciosa taza de leche, entrabamos ordenadamente detrás del padre Antonio a nuestra clase. Nuestros estómagos se relajaban un poco con el líquido tibio que acabábamos de tomar. Nos sentábamos en silencio con nuestros morros manchados de blanco. Todos los días pares para nosotros eran especiales… Antes de que él entrara ya se le oía llegar, carraspeando y tosiendo por el pasillo. En esa época tosía mucho la gente. Le esperábamos impacientes. —¿Buenos días muchachos

Nunca seré tuyo.

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  L e resbalaban gotas de sudor por la cara y la espalda. Estaba tapado con la sábana hasta el último pelo de la cabeza. Su cuerpo temblaba de arriba abajo. Mientras, sus orejas se alzaban como antenas para alcanzar a oír el sonido de la puerta de la calle abriéndose. Los ojos le dolían de tanto apretarlos para no ver nada. Comenzó a cantar en silencio para que pasase el tiempo más rápido. Oyó   pasos, se acercaban a su puerta, se pararon frente a ella. Un líquido caliente humedeció su entrepierna. Silencio. La puerta se estaba abriendo. En ese momento una voz de mujer pronunció el nombre de su padre…pasaron unos segundos larguísimos.   La puerta se cerró y los pasos se fueron alejando. David poco a poco se fue relajando y dejando de temblar. Esa noche se había librado. Un gran suspiro de alivio salió de su garganta. Pensó en cambiarse pero eso era tentar a la suerte.   Se quedó hecho un ovillo en la cama sin moverse hasta que se durmió.   Su cabeza estaba cubierta por un montón

Una mañana como otra cualquiera.

Abrió los ojos, la misma visión de todos los días. Un techo de nailon marrón por el cual pasaban unos pequeños haces de luz. Su compañera la araña le daba los buenos días. Se levantó con desgana, cogió su neceser. Abrió la desdentada cremallera que hacía de aislamiento entre él y el campo. En su parcela, dos árboles le daban sombra. Una cuerda deshilachada era su armario. De ella colgaba una percha con un traje azul marino pulcramente planchado.   Hasta los aseos había un paseo de arena, a los lados, caravanas y tiendas de campaña indicaban que ya llegaban las vacaciones. Entró en los aseos. Estaban vacíos.  —¡Qué raro!  Pensándolo bien así era mejor. Hacía tiempo que no cagaba solo… Terminó de afeitarse. Se estaba poniendo un poco nervioso, el silencio era excesivo. Recogió los trastos de aseo y salió del baño. Estaba cerca de la zona del bar, se acercó para ver si había alguien por allí. Era extraño, a esa hora siempre había gente tomando el cafelito con churros. Oyó voces lejanas,

Aguas de esperanza.

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—Las pruebas dan positivo, lo siento mucho Ava. Pero Mur necesita un corazón nuevo y aquí no lo vamos a conseguir. Hay hospitales en Europa que le ayudarían… —Pero yo no tengo dinero para viajar hasta allí…ni nunca lo tendré. ¿Qué voy a hacer? —Tome esta tarjeta. El billete cuesta unos dos mil euros. Llame y diga que quiere un pasaje. Allí la ayudaran. —Gracias, Doctor. Durante cinco meses Ava se sintió colchón de hombres sin amor. Pasaron por ella cientos de cuerpos. Blancos, negros, sin color. Hombres que sin querer la querían, la hacían ser nada. 2 — ¿Tienes lo mío? —Sí, tome. ¡No sabe lo que me ha costado conseguirlo! — ¡Eso a mí no me importa! Que esté mañana a las seis de la madrugada en el embarcadero de la Cala Norte. Si llega tarde zarparemos sin él. El desconocido atravesó el oscuro callejón donde habían quedado. Miró a un lado y a otro de la calle y desapareció. Ava quedó sola en el frío callejón. Esa noche no había luna, la lluvia llevaba toda la

El mayordomo no es el asesino.

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                                                                                                  La cabeza cayó sobre el plato de sopa, todavía humeaba. Su olor era delicioso, a ricos y caros mariscos. Los comensales quedaron paralizados, nadie se movió. El mayordomo entró por la puerta y corrió con delicadeza hacia el Señorito Martín. Levantó su cabeza del plato y con sumo cuidado, limpió su cara imberbe. Le tomó el pulso. —Muerto, el señorito ha fallecido. Fue lo único que dijo, le dejó colocado en la silla, limpió su chaqueta y salió cabizbajo de la habitación. En la estancia cuatro personas. Un ambiente de indiferencia flotaba en la sala. Todos concentrados en sus móviles. —¡No hay cobertura!, qué raro emitió un graznido Laura, hermana de Martín. Habrá que ir a buscar a la policía. —De aquí no se mueve nadie—el padre dio un fuerte golpe en la mesa, posando la mirada en ellos. —Ha podido ser muerte natural ¿no? —argumentó el hermano gemelo de Martín. —Ha

Destino: El paraiso.

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No podía más, llevaba casi tres horas sin parar de conducir. ¡Mi vejiga iba a estallar! Me desvié en el primer pueblo que encontré. Había una destartalada gasolinera a la entrada del pueblo, estacioné el coche a un lado del surtidor y corrí hacia la puerta. Un tipo con un palillo en la boca y cara de pocos amigos me miraba. — Buenos días ¿El baño, por favor? Me señaló una pequeña puerta que había   a la izquierda del mostrador. Me dirigí rauda hacia allí. No había visto un baño tan asqueroso en mi vida. Intente no tocar nada, el riesgo de contagiarse de algún virus mortal, era muy alto. Tuve que agarrar el pomo de la puerta. Note algo viscoso en mi mano. — ¡Qué asco! ¡Me cago en la leche! —Había una especie de grasa cubriéndolo. Busqué papel para limpiarme. Iba a explotar. ¡Tenía que hacer pis ya! Había un olor a vinagre rancio, a agua estancada. Mientras hacía pis miraba la pared, chorretes de diferentes colores la decoraban. Unas marcas de dedos de un co