A buena hambre, no hay pan malo
Me desperté asustado, tenía un terrible rugido de tripas, eran los jugos de mi estómago que pedían comida a gritos. Esto era debido a que mi cabeza ya estaba pensando en lo que ocurriría dentro de unas horas. Siempre era el primero en llegar a la puerta del colegio. El padre Antonio ya estaba en la entrada con una lechera gigante y el cazo para repartir. Yo siempre llevaba mi taza de aluminio atada a mi pantalón, nunca se sabía dónde podían darte un poco de leche. Cuando mis compañeros y yo nos bebíamos nuestra deliciosa taza de leche, entrabamos ordenadamente detrás del padre Antonio a nuestra clase. Nuestros estómagos se relajaban un poco con el líquido tibio que acabábamos de tomar. Nos sentábamos en silencio con nuestros morros manchados de blanco. Todos los días pares para nosotros eran especiales… Antes de que él entrara ya se le oía llegar, carraspeando y tosiendo por el pasillo. En esa época tosía mucho la gente. Le esperábamos impacientes. —¿Buenos días muchachos